martes, 18 de enero de 2011

Los testigos de la infamia



I




Para Matu, por supuesto




ME PARECIÓ que si hubiese sido un espejo, me habría convado como un plástico al fuego, retorciéndome por dentro en un grito afónico. Después de la ráfaga de balas y el ruido de casquillos, una sensación nauseabunda recorrió mis entrañas. Cuando vi caer las decenas de cuerpos amontonándose, sentí que había perdido algo. Estaba seguro de que a estas alturas no podía ser la inocencia; decidí que lo que realmente había perdido para siempre era la esperanza en el hombre: el hombre como especie, el hombre como género, el hombre como ser humano. Me dio por pensar que los peores de nosotros no eran los ejecutores, ni tampoco los que apoyaron ciegamente la causa, ni siquiera aquellos cuya indiferencia rayaba en lo inhumano; los peores de los culpables, a los que se nos habría de reservar la peor de las miserias y el peor de los infiernos, eramos los testigos conscientes, los  espejos mudos, aquellos de nosotros que aceptamos la infamia por omisión, por un primitivo instinto  de supervivencia, por miedo o talvez movidos por una cómoda sensación de impotencia; aquellos de nosotros que nos quedamos inmóviles, tratando de mirar para otro lado. Nosotros éramos, de todos, los seres más inhumanos.



La suave lluvia  de la noche golpeaba en la ventana desdibujando mi reflejo; encendí un cigarrillo con la sensación de estar condenadamente vivo, sin poder evitar que eso me gustase. Mis labios produjeron por unos momentos una suerte de risa sardónica, enfermiza, acompañada de algún que otro espasmo muscular. Las peores infamias son las que se perpetran contra los inocentes, pensé. Y la sangre de los inocentes queda impresa en la tierra como una cicatriz, como un recordatorio, como una advertencia... hasta que los crímenes son arrancados de la historia. Después de eso, la sangre no dejará de ser más que otra mancha ocre de las muchas que salpican, como erupciones olvidadas, la tierra.
Los soldados amontonaron los cadáveres en el centro de la plaza, haciendo una pira que no bastaba para purificar siquiera una de nuestras almas, y empezaron a pegar tiros al aire para espantar a los pocos que aún se atrevían a pasar por ahí. Me atreví a tomar unas fotografías desde mi ventana; pensé en hacer un álbum y ponerle un nombre poético que hiciera referencia al horror, pero no se me ocurrió ninguno. La lente del objetivo apenas era capaz de hacer un esbozo bidimensional de los hechos, pero hacer fotografías me hizo sentirme mejor por un momento. Sólo por un momento. Le daba algún sentido a lo que a mí me parecía una existencia inútil. Empezó a llover con más fuerza. De pronto, me vi sumido de nuevo en una nada tan asoladora que solté la cámara, y esta se balanceó golpeando contra mi pecho. Caminé sin rumbo por la habitación, apoyé la espalda contra la pared y me dejé caer al suelo hasta quedar sentado. Escuché rugir el motor de un camión, aproximándose. Me levanté y me acerqué a la ventana; las gotas resbalaban en un lagrimeo continuo, deformando la visión. Volví a asomarme, y vi a los soldados recogiendo con palas las cenizas y los muñones candentes de la infamia. Los refregones marcaban a golpe de fricción las claudicaciones agonizantes de la memoria. Los peores de los culpables éramos los testigos conscientes, aquellos de nosotros que nos quedamos inmóviles tratando de mirar para otro lado.


Continuará...