lunes, 3 de junio de 2013

El Rey del Sótano


INCUMPLIENDO AL fin la promesa de no acercarte nunca a la escalera, de repente te miras, te miras en el cristal sucio del espejo y nadie te devuelve la mirada. Diez años de insomnio y cigarrillos después, afrontas -no sin cierto reparo- la necesidad de salir del agujero. El oscuro sótano de seis paredes, escasamente formado por una chimenea devastada de ladrillos, una escalera, un espejo polvoriento, un sillón de cuero granate, una lámpara de bombillas descascaradas, el olor del agua estancada en los radiadores y un ejemplar de Moby Dick. través del libro el espacio podía llenarse y expandirse, el mar echando abajo las paredes, las olas de espuma negra devorándolo todo, los fieros barcos de pesca, la invasión de las ballenas chocando con los barrotes de la escalera... zepelines de carne y hueso estallando contra los rascacielos. 

Primero de todo, está la dificultad técnica de subir la propia escalera, tarea sencilla para cualquier niño pero no para los hombres que se han olvidado de andar. Ahí estás, con los dedos clavados en la baranda, sin saber exactamente qué hacer. Experimentas un hormigueo en las piernas entumecidas y un mundo de sensaciones nuevas en las plantas de los pies. Flexionas la rodilla izquierda y das el primer paso, apoyando tu peso con cuidado. No te parece tan complicado. Arrastras el resto del cuerpo hasta el primer peldaño. Repites el proceso, lenta y concienzudamente, y subes el segundo. Te sientes más confiado. Subes otro escalón, y luego otro. Subes el quinto de un salto, sorprendido de haber recuperado tus habilidades. Al sexto realizas una pirueta. Observas la navaja de luz clara atravesando el hueco entre la puerta y el suelo. Hay vida al otro lado. Te agarras con fuerza a la baranda, y subes otros dos escalones con una fe renovada. Te asomas al vacío y te sientes invencible. Das un paso más, un paso más. Ahí esta la puerta, escasamente a dos peldaños. Podrías rozar el pomo con tus dedos alargando el brazo. Ni siquiera recuerdas qué fue lo que te empujó a decidir no salir jamás del agujero. Te inclinas, casi llegas a tocarla. La vieja puerta. Estira, estira un poco más. Finalmente alcanzas el pomo metálico en un gesto triunfal. Puedes sentir la adrenalina, el corazón golpeándote en el pecho. Giras con precisión la manivela, pero no consigues abrirla. Un leve clic indica que está cerrada. Parece que las paredes empiezan a encogerse. El pulso se te acelera. Descubres una ranura bajo el pomo, y caes en la cuenta de que necesitas una llave. Respira hondo. Claro, la maldita llave. No escuches a tu estómago mientras se retuerce. Busca a conciencia en tus bolsillos, pálpate la camisa, el cuello y todo el tórax rezando para que suene el tintineo metálico. Busca por todas partes. Baja la escalera de dos en dos -ya sabes cómo hacerlo-, mira bajo los cojines del sillón, entre los ladrillos de la boca de la chimenea, detrás del espejo, arrástrate por el suelo y busca. Busca como si te fuera la vida en ello.

De pronto, te paras en seco. Cómo ibas a olvidarlo, te dices. Ahora puedes verlo todo con claridad. No puedes encontrar la llave, tú nunca has tenido la llave. Siempre ha estado ahí, inalcanzable, en el estómago de la ballena. Das media vuelta y vuelves al principio, alejándote de la escalera y de todo lo que significa. Vuelves al confort del sillón, a Moby Dick, a la luz tenue. A morir como un rey inválido en su trono. 





Ilustración realizada por @diegoMMelgares

miércoles, 11 de abril de 2012

La plaga







En memoria de J.S.F.












NADIE PUDO concretar el momento exacto en que llegó la plaga. Muchos de nosotros, ni siquiera nos dimos cuenta de las señales: la proliferación de los burdeles, los matrimonios en masa, la extraordinaria invasión de los poetas. El doctor no fue consciente de su existencia hasta el primer contagio. 
Según supe más tarde, estuvo visitando a El Cubano regularmente, durante al menos tres meses, para comprobar su estado de salud. Además, jugaban al ajedrez y discutían sobre política. Eran viejos amigos. Aquella mañana, el doctor no pudo pasarse a la hora prevista, así que telefoneó a su casa sobre las tres de la tarde, le dió algunos consejos médicos y quedó en visitarlo durante la noche. Interpretó el tono de su voz como una mejoría. 
Llamó a la puerta de la casa sobre las dos de la mañana. Llevaba un abrigo largo y oscuro, y un par de cafés. Esperó durante media hora, insistiendo intermitentemente, hasta que se rindió y volvió a casa. Al día siguiente repitió la operación. Y al siguiente. Al tercero, fue en busca del juez, decidido a obtener una orden para echar la puerta abajo. Lo acompañaron un agente judicial y dos policías. Cuando consiguieron entrar, lo hallaron tirado en el suelo del salón, bocabajo, con la boca abierta y las palmas hacia arriba, rotundamente muerto.

Era la brote de soledad más terrible de los últimos años. Los agentes dieron un paso atrás al descubrir los síntomas, al comprender las señales, para evitar contagiarse. Como si no se hubiesen contagiado ya. Como si todo el pueblo no estuviese contagiado para siempre.

martes, 6 de marzo de 2012

Paréntesis del más acá


TYLER EMPUJÓ CON cuidado la puerta de la entrada, tratando de no hacer ruido. Las botas, sucias de una espuma de barro y óxido, dejaban a su paso un reguero de culpabilidad. Al ver las huellas, supuso que la señora Margaret, la dueña de la casa, se pondría histérica cuando descubriera el estropicio. Había estado bebiendo hasta tarde, y el camino de vuelta a casa se le había hecho muy pesado. Se sentó en la silla de madera situada frente a la mesa de su habitación, sacó una pipa, prensó el tabaco y fumó, dando largas caladas de humo azul. Tyler solía ir tan mal vestido, tan despeinado, tan sucio, tan desarrapado, que bastaba con verlo para deducir que sólo podía tratarse de un escritor o de algún otro tipo de persona indeseable. Le gustaba llamarse escritor y no poeta porque no podía evitar encontrarle connotaciones femeninas al término. No ignoraba lo absurdo de sus prejuicios (de todos, al fin y al cabo), aunque tampoco le importaba demasiado. Registró los cajones de la mesa, removiendo los papeles, hasta que encontró lo que buscaba. Dio un profundo trago directamente a la botella de whiskey escocés, agitó la cara y resopló. Cogió un lápiz entre el desorden, bajo uno de los borradores en los que había estado trabajando durante las últimas horas. "¿Y qué diablos piensas escribir con esta borrachera?", se dijo a sí mismo. Tyler había tenido tan poco éxito como escritor que se había estado planteando la posibilidad de pasarse a un género más lucrativo, o de revalorizar su obra introduciéndose el cañón de un arma en la boca y apretando el gatillo. Frotándose la frente, intentó pensar. Nunca había creído en las musas, pero le sedujo la idea de maldecirlas. Estaba padeciendo una verdadera sequía de ideas durante las últimas semanas, y sus pobres honorarios como redactor de periódico apenas le llegaban para pagar el alquiler. Entonces, cogió el lápiz y empezó a escribir: "Tyler empujó con cuidado la puerta de la entrada, tratando de no hacer ruido..."


viernes, 11 de noviembre de 2011

Ni con eso


-


- (...) QUE NI con toda esa pose de intelectual arrogante (aparente), ni con todos los fracasos perpetrados en secreto pareces sacar la cabeza del hormiguero, ni siquiera un rato a tomar el aire, a calentar un cigarrillo, a escuchar los diálogos que dices de ruido de palabras, toda la basura que brota de las cloacas (de las bocas). Y todo ello sólo por el mero hecho de creer que las horas muertas leyendo a Cortázar, leyendo a Joyce, leyendo a Hesse, que las ideas utópicas, la catarsis, el compromiso, 

la inflexión o los principios estéticos 
innegociables podrían rellenar un libro de palabras... las relaciones rotas (porque sólo importa escribir sobre cosas rotas), que alguna vez tuvieron algo especial (acéptame la expresión, términos cinematográficos consabidos), ya que sólo tus relaciones fueron especiales, ya que sólo las que a ti te besaron sabían besar. Y ahí estás, sentado frente al confesionario de la página en blanco, con la mente repleta de palabras inexplicables. 
Aunque, eso sí, siempre hay maneras y maneras de llevar las limitaciones. La tuya no es menos digna. Qué mas dá lo demás, qué te importa la gente. Tú no eres como ellos. Tú no estás dispuesto a renunciar, tú tienes una sensibilidad que no está al alcance de cualquiera. (...) Que tú no eres un mercenario de a libro por año, que tú respetas el oficio... 

sábado, 28 de mayo de 2011

Los rebeldes

EL PROBLEMA DE las revoluciones empieza cuando las ideas se diluyen y solo queda la violencia. ¿Fue usted miembro activo del partido comunista?¿Disparó usted a nueve hombres, hiriendo a uno y matando a los ocho restantes? ¿Cometió usted más de cuarenta atracos con violencia? La guerra había terminado. Las revueltas se sucedieron apagándose lánguidamente, con ataques de extremada violencia por ambas partes, hasta que la revolución quedó reducida a pequeños grupos de bandidos nómadas. ¿Engañó usted a su mujer con prostitutas negras? ¿Violó hasta a tres hijas menores de campesinos? La mayoría de las acusaciones eran falsas. Habíamos matado a algunos hombres, habíamos atracado a otros tantos en un intento absurdo de mantener con vida algo que había muerto, pero nunca habríamos tocado a ninguna niña. Se declara al acusado culpable de todos los cargos, y pagará con la pena de muerte. La guerra se había perdido, y la revolución terminó por convertirse en un grupo de delincuentes capaces de justificar sus actos, al principio con palabras, después sólo con silencios. No es que me importara demasiado mi reputación, quizás ya ni siquiera me importaba la revolución. Era la historia. ¿Nos perdonaría la historia? O lo que era aún más importante, ¿sería la historia capaz de comprendernos?

jueves, 10 de marzo de 2011

Ella sabe que esto es para ella

ELLA SABE que esto es para ella
si me gusta verla escribir mordiéndose
la lengua;
si me gusta cuando tuerce la mirada
aunque sea por capricho
aunque yo no diga nada,
si los ojos se atropellan
ella sabe que esto es para ella;
si me gusta distraída
y cuando a veces gesticula,
saber que la tengo
aunque a veces no la tenga
ella sabe que esto es para ella;
si me gusta que convierta 
en otras ciudades
las ciudades en que habita,
si me gusta estar tan cerca
como para ser en sus pupilas,
si me gusta que lo sepa
y entonces no lo sabe,
cuando escapen los dioses
cuando la esperanza se pierda

cuando reinen las murallas
cuando ya no quede nada,
espero que al menos entonces entienda que esto es para ella.

martes, 18 de enero de 2011

Los testigos de la infamia



I




Para Matu, por supuesto




ME PARECIÓ que si hubiese sido un espejo, me habría convado como un plástico al fuego, retorciéndome por dentro en un grito afónico. Después de la ráfaga de balas y el ruido de casquillos, una sensación nauseabunda recorrió mis entrañas. Cuando vi caer las decenas de cuerpos amontonándose, sentí que había perdido algo. Estaba seguro de que a estas alturas no podía ser la inocencia; decidí que lo que realmente había perdido para siempre era la esperanza en el hombre: el hombre como especie, el hombre como género, el hombre como ser humano. Me dio por pensar que los peores de nosotros no eran los ejecutores, ni tampoco los que apoyaron ciegamente la causa, ni siquiera aquellos cuya indiferencia rayaba en lo inhumano; los peores de los culpables, a los que se nos habría de reservar la peor de las miserias y el peor de los infiernos, eramos los testigos conscientes, los  espejos mudos, aquellos de nosotros que aceptamos la infamia por omisión, por un primitivo instinto  de supervivencia, por miedo o talvez movidos por una cómoda sensación de impotencia; aquellos de nosotros que nos quedamos inmóviles, tratando de mirar para otro lado. Nosotros éramos, de todos, los seres más inhumanos.



La suave lluvia  de la noche golpeaba en la ventana desdibujando mi reflejo; encendí un cigarrillo con la sensación de estar condenadamente vivo, sin poder evitar que eso me gustase. Mis labios produjeron por unos momentos una suerte de risa sardónica, enfermiza, acompañada de algún que otro espasmo muscular. Las peores infamias son las que se perpetran contra los inocentes, pensé. Y la sangre de los inocentes queda impresa en la tierra como una cicatriz, como un recordatorio, como una advertencia... hasta que los crímenes son arrancados de la historia. Después de eso, la sangre no dejará de ser más que otra mancha ocre de las muchas que salpican, como erupciones olvidadas, la tierra.
Los soldados amontonaron los cadáveres en el centro de la plaza, haciendo una pira que no bastaba para purificar siquiera una de nuestras almas, y empezaron a pegar tiros al aire para espantar a los pocos que aún se atrevían a pasar por ahí. Me atreví a tomar unas fotografías desde mi ventana; pensé en hacer un álbum y ponerle un nombre poético que hiciera referencia al horror, pero no se me ocurrió ninguno. La lente del objetivo apenas era capaz de hacer un esbozo bidimensional de los hechos, pero hacer fotografías me hizo sentirme mejor por un momento. Sólo por un momento. Le daba algún sentido a lo que a mí me parecía una existencia inútil. Empezó a llover con más fuerza. De pronto, me vi sumido de nuevo en una nada tan asoladora que solté la cámara, y esta se balanceó golpeando contra mi pecho. Caminé sin rumbo por la habitación, apoyé la espalda contra la pared y me dejé caer al suelo hasta quedar sentado. Escuché rugir el motor de un camión, aproximándose. Me levanté y me acerqué a la ventana; las gotas resbalaban en un lagrimeo continuo, deformando la visión. Volví a asomarme, y vi a los soldados recogiendo con palas las cenizas y los muñones candentes de la infamia. Los refregones marcaban a golpe de fricción las claudicaciones agonizantes de la memoria. Los peores de los culpables éramos los testigos conscientes, aquellos de nosotros que nos quedamos inmóviles tratando de mirar para otro lado.


Continuará...